Ángel perverso
A veces en las plazas, en las avenidas, en las calles de mi ciudad, ya sea verano o invierno, de día o de noche, se me aparece una niña, siempre pulcra, con su pelo rubio brillante...
A veces en las plazas, en las avenidas, en las calles de mi ciudad, ya sea verano o invierno, de día o de noche, se me aparece una niña, siempre pulcra, con su pelo rubio brillante...
Con sus grandes, alargadas y huesudas manos de bruja, que acababan en finas y ganchudas uñas, la pérfida mujer cogía una pequeña muñeca, hecha de madera, y en ella iba clavando mortíferas agujas. Cada aguja que clavaba en la figura se traducía en un grito hondo, que brotaba del vulgo, hacia la persona humana que la muñeca representaba.
¡Caronte, Caronte! Una voz ronca y desgarrada de mujer llamaba débilmente a Caronte desde la orilla de la vida hasta la otra, la del inframundo. El barquero, con su lenta parsimonia, hacía como que no oía, pero tal fue la insistencia de la mujer, que se acercó con su barca, sumido en un profundo desanimo hacia ella ¿Qué quieres? buena mujer, le preguntó, secándose con un pañuelo el sudor de su frente.
La mujer de los pasos perdidos es una actriz del movimiento. Por sus ojos penetra un ritmo de pasos que se suceden por el asfalto de la ciudad. Cada forma de caminar es interiorizada por ella de tal forma que, intuitivamente, para esta, los pasos se convierten en acusados rasgos de personalidad que tiene el portador de ese caminar.
La moribunda yacía en la cama, vestida de un blanco sepulcral. Estaba sola ante la muerte y sabía que, antes de que ella viniese para alejarla definitivamente de la gloria del mundo, aparecería un inquilino de esta tierra nuestra, que tantas veces la había hecho sufrir lo indecible.
Sería una noche oscura, la noche más oscura del alma que la mujer iba a sufrir. El demonio creía saber el tiempo y el lugar de esa noche y no se quería perder la cita por nada del mundo. Pretendía desesperarla hasta la extenuación, como ya casi lo había hecho en cientos de encuentros anteriores.
Dicen que los ángeles no tienen sexo, pero yo sé que sexo tienen y ese es femenino. Una joven angelical, con su trompeta, entona desde su balcón melodías populares, cuyas notas vuelan como palomas y se posan en todas las ventanas del vecindario, celdas secas de cientos de panales muertos, que envuelven la ciudad en tinieblas.
Un cadáver en una caja de pino abierta, expuesto en el tanatorio, oblicuo, como pez muerto que está en el mostrador de una pescadería, pero el difunto, a diferencia del pescado, con los ojos cerrados.
La pequeña ciudad de provincias dormía la siesta. Sus calles estaban vacías y su silencio era roto por un alarido que anunciaba la presencia de de algún que otro perro callejero. La anciana con bolso negro era la única de su especie que estaba en la pequeña avenida, ya que hacía un calor insoportable.