El alma

La tienda

En el árido desierto de la vida, sentada sobre un banco del parque, contempló la fuente y su frescura la invadió como si la hubiese sentido por primera vez. Desde el banco, el alma se transportó hacia lo más alto del Monte Tabor. La blanca fuente resplandecía como la saya de Cristo en su transfiguración. La luz penetraba en el alma y la henchía de una paz sobrenatural. Lágrimas de júbilo comenzaron a caer por su rostro.

La mujer de los ojos bellos

La luz de la vida animaba sus bellos ojos. Los haces penetraban en las esferas luminosas convirtiéndolos en dos mágicos caleidoscopios. Su mente era la mano que los giraba suavemente hasta reflejar el más mínimo y hermoso detalle. En sus momentos de paz, sus ojos eran los espejos de un bello y mágico mundo. Dos lagos marrones reflejaban el cielo que contenía a la tierra como un delicado frasco de perfume.

La frialdad del marmol

La estatua del alma se erigía en el centro de la gran sala. La frialdad del mármol con la que estaba hecha era producto de un largo sufrimiento. En su niñez el alma había vivido sacudida por las tempestades del corazón. En esos primeros años las heridas de la vida clavaron en sus entrañas un agudo puñal, inundándola de una sangre de angustia.

El regador regado

Caminaba el alma por el sendero de la vida regando con su amor a todo aquel que le salía al paso. Iba, con su manguera, mojando a las demás almas con el agua de la existencia. El sufrimiento del regador se había convertido en un generoso don de amor que iba repartiendo a todos aquellos con los que se cruzaba. Sabía que esa generosidad suya era fruto de cargar con la cruz de su vida de forma paciente y alegre. “Nadie da lo que no tiene”, pensaba el regador en los altos del camino.

El convento

Un silencio invadía las celdas vacías. La niebla acariciaba los antiguos muebles. El ambiente de un pantano en la noche reinaba en el espacio. La quietud de una oración coronaba el tiempo. El alma era un convento con muy pocas ventanas hacia el exterior. Un enigma la envolvía y dejaba su huella en la tenue luz que entraba desde el mundo. El hombre iba con su alma de aquí para allá, sin encontrar posada donde descansar. Su misterio de hombre era aceptado por muy pocos.

El ciego y el bastón

Caminaba la razón, como un ciego, acompañada del bastón del amor, por el camino de la vida. El amor le abría paso, ayudándole a sortear los obstáculos de la vida. Y la razón dirigía, con su clara luz, la dirección del camino. La razón iluminaba al amor y el amor ensanchaba la razón. El ciego y el bastón eran inseparables. Se nutrían mutuamente en el ejercicio de la santidad. El amor hacía comprender más a la razón y la razón ayudaba a amar más al individuo. La razón y el amor, el ciego y el bastón.

El camino extrecho

Veía el alma el camino a medida que lo iba haciendo. Según ella, sí había camino y éste se descubría al andar. Bien es verdad que el camino era distinto para cada uno. Cada senda de la vida tenía su propia singularidad. Sólo la providencia sabía el camino de cada cual, no porque ya estuviese trazado, sino porque para la divinidad todo era un eterno presente. Según se hacía la ruta, su dirección iba cambiando. No era un cambio producto de un capricho o de una incoherencia.