Presencias

La sacerdotisa de la palabra

El cuerpo menudo de La Sacerdotisa de la Palabra se encorvó ligeramente para coger unos apuntes de su mesa de trabajo. Seguidamente fue hacia la entrada de su pequeña casa en busca de unas botas con punta de forma de pata de pato. Los diminutos rojos zapatos palmípedos cruzaron la salida de su hogar en dirección al gran templo del sacrificio. Descendía por las calles de la pequeña ciudad con el sosegado paso de la atemperada experiencia.

El pensador

La mujer alucinada entró con desconfianza en la sala sicoanalítica. Un anciano médico de zapatillas de cuadros la había saludado amablemente tras abrirle la puerta. Los ojos de la joven, acompasados por sus pies, siguieron los cuadros de zapatillas hasta dar a un verde diván de terciopelo. El junco que era su espalda se partió para caer sobre el suave diván. El venerable médico se sentó en un mullido sofá, escoltando la oscura cabeza. Una serie de interrogantes en forma de seseo entraron por los oídos de la muchacha.

¡Cristina, Cristina mujer de aguas cristalinas!

El chirriar de la puerta anunció la entrada de un rayo de luz en la gran sala de la residencia. El rayo, esculpido por las formas de una joven llamada Ana Cristina, de un golpe de vista quebró su esperanza. El espectáculo que se representaba en la sala estaba protagonizado por actores vestidos con el halo de la fatalidad. La mayoría de ellos eran muñecos de carne postrados en sillas de ruedas estáticas.