Ecce Homo

Visa oro versus mozart

La noche comenzaba a refrescar. No era una fecha cualquiera. El dos de julio era el día en que Juan cumplía cuarenta y siete años. Ana no tenía ni un euro en el bolsillo. ¿Qué regalo hacerle?¿Tal vez algo de Mozart? Salieron del restaurante en el que Juan había pagado la cena con su visa oro. Iban por la avenida en cuya esquina estaba el cajero automático con la mejor sonoridad de toda la ciudad. Ana lo sabía perfectamente. No en vano había llevado allí a cada una de sus pocas amigas para que observasen su progresión en el bell canto.

Un belén capitalista

Fuera hacía frío. Los raquíticos copos de nieve caían sobre el parque mojando apenas el asfalto. Uno de los ancianos del centro miraba desde la ventana, distraído, el espectáculo, mientras una enfermera les explicaba cómo harían el Belén. Les comenzó a dar las indicaciones oportunas con la mentalidad del dirigente de una gran empresa. De forma escrupulosamente organizada, distribuía rápidamente entre todos el trabajo a realizar. Treinta eran los ancianos del centro de día. Treinta veces habría que hacer cada una de las piezas del Belén.

Los oprimidos

La muchacha caminaba por la pasarela que hacía de su calle con un vestido de verano de vivos colores. Desfilaba con la barbilla alta sobre su cuello de esbelta jirafa, que se asemejaba a un periscopio en su intención de registrar de forma altiva las miradas que se posaban sobre ella. Los colores intensos del vestido iban robando ojos de transeúntes. El rojo de la tela era alimentado por la sangre de la esclavitud de un niño paquistaní. Los ojos casi ciegos de éste, por estar inmerso las veinticuatro horas del día en un húmedo y oscuro sótano, habían dejado su luz en la alegre tela que portaba la joven con la más despreocupada inconsciencia.

Las dos ciudades

Dos ciudades: dos plazas. Una, cálidamente redonda. La otra, la frialdad de un cuadrado. Una tarde larga como la vida. La plaza redonda se llena del bullicio de juegos infantiles, mientras unos ancianos se reúnen para jugar a las cartas. En la plaza cuadrada hay una niño solitario cuya tristeza es el criminal de sus juegos y un anciano sin familia de mirada perdida que es la muerte sin recuerdos.

La gran boda

Hoy era el gran día. La novia se despertó por la mañana y vio su vestido blanco sobre una percha de la habitación. El novio, en el otro extremo de la ciudad, desactivo el despertador que no dejaba de sonar con un ruido que evocaba las campanadas de una iglesia. Ambos se quedaron pensando en el otro con su mirada dirigida hacia los trajes de la ceremonia. Los ceremoniosos vestidos difuminaron la memoria de los novios y éstos salieron a la calle olvidándose que ese día tenían que casarse.

Hogar, dulce hogar new age

Al oír el enroscado ruido del taladro que el dueño de la cafetería tenía en sus manos, mientras colocaba un cuadro en una de las paredes naranja, la niña de tres años, con sus ojos abiertos como platos hacia la máquina perforadora, dijo a su joven tía: “ cuando zea mayor, yo quiero un ruido de ezos pa mi caza”.

El presidiario y las naranjas

El exprimidor despedazo la última de las tres naranjas que el presidiario manipulaba para la preparación de su zumo. Un cuarto de hora más tarde por la puerta del pub entró un hombre moreno y delgado de mediana edad. Se sentó en una de las mesas redondas del establecimiento y pidió, muy cortésmente, un zumo de naranja. El recién regente del pub sintió una gran tristeza al ver que ya no le quedaba ninguna naranja.

El gran coloso

Las deslumbrantes cristaleras hacían del gran edificio un espejo cegador . Como el hocico de un gran oso hormiguero, el centro comercial absorbía a la colonia de ciudadanos que penetraban en sus entrañas.

Hoy era una mañana monótona más para el padre de familia. La radio, en forma de alarma, lo despertó de su profundo sueño. Como el que ve llover, oyó una noticia en el aparato. El número premiado del gran sorteo de la multinacional de superficies comerciales había sido el 666895.

Ecce Homo

El esclavo inconsciente se dirigió, cargando con la cruz, hacia lo más alto del vientre de una tierra árida y estéril. En la cúspide clavó su cruz de oro. Puso en sus manos tres brillantes diamantes, hirientes como clavos, y un pesado martillo hecho de pura plata. El esclavo dirigió su mirada a la cruz sin verla y una gran fuerza maligna lo arrancó del suelo. Vio cómo levitaba a la altura de la cruz. Colocó en ella sus dos pies ,uno encima del otro, y fue clavándolos con su martillo de plata y uno de sus cortantes diamantes.